Nunca fui amigo de políticas de
“avestruz”. Cuando toca, hay que cuadrarse y enfrentarse a “leones y dragones”
de dentro y de fuera, cogiendo el toro por los cuernos. Y creo firmemente (en este año de la fe) que en ello está
nuestra Iglesia, con sus luces y sombras. No cabe duda que vivimos tiempos de
cambio; posiblemente estemos siendo testigos de excepción de cambios históricos
en nuestra Iglesia.
Con el entrañable recuerdo aún del
Beato Juan Pablo II (para mí fue mi
“Papa”) asido a Cristo “al pie de la cruz”, asistimos nosotros entre
sorprendidos y perplejos a la renuncia
de Benedicto XVI, que, inevitablemente, genera comparaciones.
Los últimos años de Karol
Wojtyla fueron una profunda catequesis sobre el sufrimiento y la cruz, que Juan
Pablo abrazó hasta el final. Sin embargo, los contextos históricos y
vivenciales de uno y otro son distintos, pues el tiarrón polaco (me emociona su recuerdo) ya era hijo
del sufrimiento, forjado desde muy joven en su tierra en la resistencia,
primero contra el nazismo y después contra el feroz e indocumentado comunismo. Al
final, el sí que tenía motivos para la renuncia…; entonces, ¿qué le hizo
resistir? Tengo para mí que la respuesta está en la la fe; en su fe. Creo que
ésta fue el motivo de su resistencia y rebeldía desde muy joven. Su resistencia
humana absoluta era una forma de mostrar su fe absoluta en su Dios único y
absoluto y en su Iglesia.
Joseph Ratzinger vivió en la
parte de la Alemania “liberada” (tras la II Guerra Mundial) que no dominaron
los comunistas, y, digámoslo así, tuvo la suerte de vivir la fe en la que había
crecido y profundizado de una forma más intelectual y teológica, sin necesidad
de demostraciones y pruebas límite o “absolutas”.
No cabe duda que el pontificado
de Benedicto XVI fue marcado por situaciones de profundos disgustos en la
Iglesia (pues la formamos personas y por
ello pecadores) que él manejó con la inteligencia y valentía que Dios le
dio a entender y con la honestidad que ya quisieran para sí muchos gobernantes
y políticos de nuestro mundo, “progres” y “conservadores”. Pues los gobernantes
laicos cuando llegan a la poltrona, pase lo que pase, tragan, aguantan y no hay
quien los eche ni con agua caliente.
Por eso yo, pese a todo y contra
todo, creo profundamente en nuestra Iglesia; santa y pecadora (como lo fueron los apóstoles). Católica
y Universal (sin distinción de raza,
pueblo, lengua y nación) y con su sede en Roma, donde el sucesor Pedro (a veces bravo, a veces tibio y cobarde)
edificó su Iglesia en nombre del mismo Jesucristo. Sin que el poder del
Infierno y del pecado la puedan derrotar (¡y mira que lo intentan!).
Creo en una Iglesia que cada día
acoge y cuida a los más débiles. Una Iglesia que reconociendo sus pecados trata
de renovarse día a día. Una Iglesia que denuncia las miserias de este mundo
pero que acoge sin juicios ni prejuicios a todos los que llegan sin pedir
afiliación o carné. Una Iglesia que ama y resiste (como oveja llevada al matadero) los envites de todos los que la
odian. Una Iglesia que sigue acompañando todos los días a pobres, atribulados, marginados, mal vistos,
enfermos, emigrantes, presos, deshauciados, exiliados, ancianos, niños,
drogadictos, hambrientos, perseguidos…Una iglesia Santa (y pecadora; sí, pecadora; pero mucho más santa cada día que pecadora)
Católica, Apostólica y Romana.
Joaquín Manuel Serrano Vila ,Párroco
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