La sonrisa materna de la Virgen, reproducida en tantas imágenes de la iconografía mariana, manifiesta una plenitud de gracia y paz que quiere comunicarse… (Juan Pablo II)
Hace años oí contar que, en Estado Unidos, se había hecho un estudio psicológico sobre el estado de ánimo de las personas. La conclusión a la que llegaron los expertos fue sorprendente. El resultado de la encuesta era que la mayoría de las personas están tristes, por tanto estar alegres es algo excepcional. Conclusión, como la tristeza es lo normal, la alegría es una enfermedad. ¡Qué inteligentes!
Es cierto, puede pensar alguien, que muchas veces hay más motivos para estar tristes que para estar alegres. Sin embargo, hay personas que, aparentemente, las cosas no les van bien, tienen graves problemas, pero no pierden la alegría. ¿Por qué? La razón es muy sencilla, la alegría no es sólo un estado de ánimo que dependa de las circunstancias exteriores. Si fuera así, lo mejor sería invertir en fábricas de pañuelos porque, según están las cosas, podríamos estar todo el día llorando a moco tendido (perdón por la expresión).
La verdadera alegría no consiste en que todo me vaya bien, sin problemas ni preocupaciones. Esto ayuda, por supuesto, pero la alegría tiene unas raíces más profundas, que no depende de los acontecimientos. Algunas veces me pregunto, ¿por qué los santos eran personas alegres? ¿No tenían problemas o preocupaciones? ¿Es que son de otro mundo o viven fuera de la realidad? Los santos siempre han tenido los pies sobre la tierra, han tenido problemas y preocupaciones, y posiblemente muchas más que muchos de nosotros, porque sus vidas no fueron fáciles. Sin embargo, estaban unidos a Dios.
Cuántas veces no me habré sentido triste, sin saber muy bien porqué. Enfados tontos, absurdos. Un malhumor que no me aguanto ni a mí mismo, y mucho menos a los demás. Un estado de ánimo que salto en cuanto me dicen algo, aunque sea buenos días.
Es el momento de pararse y ponerse en presencia de Dios. ¿Por qué esta tristeza? ¿Qué me está pasando? A lo mejor descubro que mi vida cristiana se esta volviendo algo tibia. Me dejo llevar por el orgullo o la soberbia porque me han hecho una faena, o alguien de quien esperaba más, me ha defraudado.
Puede ser que me falte rectitud de intención. Siempre pensando que soy el centro del universo, y resulta que no, que el universo es mucho más grande que mi pequeño mundo. O, simplemente, llevo tanto tiempo sin confesarme que ya no sé ni como se empieza. Es decir, ya sea por una cosa o por otra, la causa de la tristeza está en que me he alejado de Dios.
¿Qué hacer entonces? Volver la mirada y el corazón a Aquel que es la fuente de la alegría, a Cristo.
… solo de Él, cada uno de nosotros puede decir con plena verdad, con San Pablo: ‘Me amó y se entregó por mí’ (Gal 2,20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda… Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en el pecado, que rápidamente vuestro pensamiento de fe se dirija hacia Aquel que nos ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona nuestro pecado y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre.
Juan Pablo II, Discurso (1 marzo 1980).
No hay comentarios:
Publicar un comentario