Pisamos ya los umbrales de la Navidad, en la que parece que todo se llena de una luz nueva, y se abre el nuevo día de una alegría también nueva, que tiene su razón de ser, su origen y su sentido, por el hecho del Dios –con–nosotros.
La semana pasada, subrayaba, en esta página, la dimensión de alegría del mensaje cristiano, que en su entraña más viva encierra una alegría que nos trasciende. La alegría es nota característica de la fe cristiana. Los primeros cristianos eran conocidos por su caridad, mas admiraban por su alegría. Pero, hoy, los cristianos ¿somos capaces de hacer comprender a los demás hombres de nuestro tiempo este mensaje religioso: Dios, Dios cercano a los hombres, Dios-con-nosotros, es la alegría, nuestra alegría y nuestra dicha?¿Quién nos escucha?,¿Quién nos cree verdaderamente? Tal vez no tengamos éxito en este anuncio. Pero no por ello podemos dejar de proclamarlo, y menos aún en estos días. No nos creen frecuentemente los hombres del pensamiento, enfrascados en la duda y en los problemas; no nos creen los hombres de acción fascinados en el esfuerzo por conquistar la tierra, o envueltos en un relativismo que duda de todo y todo lo antepone a sus logros; no nos creen los jóvenes, arrastrados por la civilización del disfrute a toda costa... Es la suerte del Evangelio en la humanidad, el cual significa precisamente anuncio de una dicha que desborda todo cálculo, anuncio de una noticia capaz de llenar de felicidad que no es obra de nuestras manos ni de nuestros proyectos.
La fe cristiana, el acontecimiento cristiano, ha ofrecido y sigue ofreciendo como don decisivo esta verdad: la felicidad es posible, es real, está muy cerca, al alcance de todos, en Dios, sólo en Dios, por Jesucristo; es gracia, es don. Permanece esta certeza impávida: Dios, revelado y entregado por completo en Jesucristo, y sólo Él, es la plena, la verdadera, la suprema felicidad del hombre. Permanece esta pedagogía para enseñar deber, pero, sobre todo, Dios es la alegría, la felicidad y la dicha. La misma Cruz del Calvario es gozosa, porque ella lleva a su colmo y a su cima, a su plenitud, el amor Dios y Dios-con-nosotros, el despojamiento, el rebajamiento y el anonadamiento del Hijo de Dios al hacerse hombre por nosotros ahí hemos conocido el amor.
Es necesario que en la conciencia del hombre contemporáneo resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa. Y este Alguien es Amor. Amor hecho hombre, humanado. Amor anonadado en la encamación y nacimiento, crucificado y resucitado. Amor continuamente presente entre los hombres. Esta es la misión de la Iglesia: anunciar la alegría para todo el mundo, el Evangelio que es Jesucristo. Para eso, Dios, en este tiempo de Adviento, recuerda a la Iglesia y a los que la formamos que nos ha llamado a ser como Juan Bautista, esto es: pura y total referencia a Cristo, testigos de la Luz que es Él e ilumina todo hombre, testigos de la Luz para llevar a los hombres a la fe.
La Iglesia no puede ni debe hacer otra cosa entre los hombres, y a su servicio, que anunciar a Jesucristo, dárselo a conocer, invitar a que lo sigan y le amen. Es verdad que no somos dignos ni siquiera de desatarle las correas de su sandalia. Pero como, en su benevolencia y gracia, nos ha llamado, no podemos responder mejor a lo que necesitan —y en el fondo, piden– los hombres que entregarles a Jesucristo, señalarlo próximo en medio de ellos, mostrar que pasa junto a ellos el «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». En el fondo del hombre contemporáneo, sobre todo de los jóvenes, hay una gran aspiración, una búsqueda principal por encima de cualquier otra: Tienen sed, necesidad de Cristo, de ver a Cristo: «Maestro, ¿dónde vives?».
A la Iglesia le piden a Cristo, y esperan de ella que se lo muestre y les lleve a Él. El resto lo pueden pedir a muchos otros. De ella, pues, tienen derecho a esperar que les entregue a Cristo, ante todo mediante el anuncio de la Palabra y los sacramentos, pero también e inseparablemente, con el testimonio de su amor, de su caridad, de su cercanía, y de su solidaridad, de modo que vean el rostro de Dios humanado, que compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado, y trajo la Buena Noticia a los pobres y a los que sufren, y la libertad a los cautivos. Éste es el mensaje de la Navidad, del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, en Belén.
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